Resulta un poco desconcertante que en pleno siglo XXI, y cuando hablamos de Objetivos de Desarollo Sostenible del planeta aparezca el tema del hambre como prioridad número dos – inmediatamente después de la erradicación de la pobreza extrema que es uno de los principios generadores de hambre.
Podría parecernos que ésta es una cuestión casi superada, o en todo caso, que estuviese concentrada en situaciones y lugares concretos. Porque, aunque es cierto que en cuestiones de alimentación se han logrado progresos notables en los últimos años, ha sido imposible romper el límite de los 800 millones de personas afectadas por desnutrición.
El primer foco está puesto en la aplicación de medidas de ayuda alimentaria directa en situaciones de alarma. Suelen producirse estas situaciones en países con condiciones económicas muy precarias, o inmersos en conflictos armados o por catástrofes naturales. El gran esfuerzo en la desnutrición, sin embargo, se tiene que centrar en el medio rural, que alberga al 50% de la población mundial, y en el que la gran mayoría practica una agricultura de subsistencia.
La estrategia más sostenible es la de reducir la pobreza en el medio rural, para eso se necesita una combinación de actividades: por un lado, mejorar la eficiencia de las actividades agrícolas y ganaderas, pero asegurando su sostenibilidad. Durante el siglo XX el modo de mejorar la productividad agrícola fue mediante el empleo de agroquímicos, hoy sabemos que hay modelos de producción agrícola, igualmente eficientes y que mediante técnicas apropiadas de laboreo pueden reducir el impacto medioambiental y promover la biodiversidad.
Con todo, un aspecto muy importante que se debería tener en cuenta son las dinámicas socioculturales. Básicamente la desnutrición es un fenómeno rural y las alternativas que se quieren ofrecer están vinculadas al medio rural: mejorar la productividad de la actividad agrícola y forestal, promover su sostenibilidad y asegurar la biodiversidad. Por lo tanto, soluciones y problemas se encuentran en el territorio de poblaciones rurales. De ahí que considerar las cuestiones sociales sea fundamental.
La actividad agrícola está llena de conocimientos que se adquieren por la práctica, no es fácil formar un agricultor sólo en la escuela, forma parte de un aprendizaje de técnicas, pero también de usos y costumbres que sólo se pueden adquirir viviendo en el medio rural. Aquí la educación juega un papel crucial pues debe ser capaz de identificar, reconocer y transmitir saberes que se han conservado de manera informal durante generaciones. Aspectos, que están más claramente en el lado de la cultura que en el de las técnicas.
La sostenibilidad global propuesta por Naciones Unidas, en este segundo gran objetivo, quiere garantizar el acceso de todos a una alimentación suficiente y adecuada, quiere romper de manera significativa el techo de los 800 millones, como se ha hecho ya con unos 120 millones de personas. Indudablemente esto está conectado con la capacidad económica pues el hambre es más un problema de rentas -se carece del dinero necesario para poder comprar alimentos – que un problema de existencias -salvo situaciones muy localizadas y temporalmente – hay alimentos suficientes.
En todo este proceso de sostenibilidad rural, que pasa por una adecuada actividad agrícola y forestal, el papel de la mujer es muy importante. Como hemos indicado no se trata sólo de incorporar técnicas de producción agrícola, sino que es una transformación social que refuerce la vida en contextos muy vulnerables.
Mientras que los jóvenes varones emigran masivamente a las ciudades buscando oportunidades laborales, son las mujeres las que permanecen en el medio rural. A ellas se tienen que dirigir muchos de los esfuerzos mencionados, porque son ellas las que finalmente van a llevar a cabo, o no, las transformaciones necesarias.
Este objetivo, como todos, contiene una fuerte carga política. Se necesitan medidas estructurales que permitan alterar la dirección de nuestros modos de producir y de consumir. Es necesario que los gobiernos se impliquen adoptando medidas que hagan posible los cambios que hemos indicado anteriormente.
Pero también es cierto que la alimentación es un ámbito que permite nuestra implicación personal directa. Nuestras opciones alimentarias concretas sostienen un modo de agricultura u otro. Dónde y cómo compramos nuestros alimentos significa si apoyo un sistema que fortalece al agricultor o uno que refuerza el modelo agro-industrial. Comprando en proximidad, productos de temporada y orgánicos, estoy apoyando un modelo sostenible, razonable y humanizador.
De hecho, hemos extendido nuestro modelo a los países del sur y así los campesinos se vuelven hacia los monocultivos, perdiendo su autonomía, obligados a monitorizar su actividad y donde al fin el ingreso que pueden recibir no depende de su actividad sino de mercados de inversión que se encuentran a miles de kilómetros y cuyo único objetivo es maximizar su beneficio. En estos mercados la sostenibilidad, el valor de la comunidad o la autoestima como productor no son valores cotizados.
Desde el punto de vista educativo el papel de consumidores responsables es muy importante. En este contexto, necesitamos junto a una acción política decidida un compromiso social fuerte y resistente que permita ir cambiando los modos de pensar y de comprender nuestra relación con los alimentos.
En el fondo, si comenzamos a estudiar nuestras opciones alimentarias comenzaremos a tirar de un hilo de coherencia que nos llevará a cuestionar otros aspectos como el transporte, nuestras vacaciones, nuestra vivienda o la forma que tenemos de comprender el mundo y las relaciones sociales.
La educación no sólo abre los ojos al derecho a la alimentación, sino que permite reconocer los múltiples factores que intervienen en el ejercicio de este derecho, y lo que es más importante: proponen prácticas que podemos incorporar a nuestra vida cotidiana.