Una visión desde América del Norte: Comiendo la tierra

Una visión desde América del Norte: Comiendo la tierra

Foto de: www.chrismadden.co.uk

Gregorio Kennedy, SJ

“El que tiene un porqué para vivir”, decía Nietzsche, “puede soportar casi cualquier cómo”. El psiquiatra Viktor Frankl tuvo una fuerte experiencia de esta proposición. Frankl, seguidor de Freud, sostenía que la mayor urgencia de los humanos no es de carácter sexual, sino más bien existencial. En nuestro nivel más básico, lo que nos impulsa es nuestra necesidad de sentido.

El reto más formidable para la cordura ecológica de los norteamericanos, tanto los jesuitas como otros, es apreciar la potencia del aforismo de Nietzsche en la “logoterapia” de Frankl. Una razón fundamental que nosotros, en abierto desafío a todas las pruebas en contrario, alegremente defendemos igual que pensar que el mundo se pierde en el cielo como si fuese un balón de aire caliente y que eso es una dificultad de sentido. Estamos semánticamente desnutridos. Y, como a veces ocurre en casos de hambruna, desesperados, hemos salido a comernos la Tierra.

Frankl tuvo la dura oportunidad de probar empíricamente su teoría psicológica en el laboratorio infernal del Holocausto. Como prisionero de Auschwitz, descubrió el denominador común entre los supervivientes de aquella brutalidad incesante. Cualquier vida que conserva algún propósito y significado, sin importar el estado de salud física en que se encuentre, tiende a continuar. Los esposos vivieron para sus esposas, las madres por los hijos, los creyentes por la esperanza en Dios. Si el creyente maltratado perdiese su fe, el marido a su esposa o la madre a su última hija, sus propias vidas pronto desaparecerían también.

El hecho de que los norteamericanos no sólo sobreviven, sino orgullosamente rechazan la crisis ecológica actual sugiere que poseen un muy sólido “por qué vivir”. El cambio climático, los fenómenos meteorológicos extremos, la erosión del suelo, la contaminación universal, la crisis del petróleo, las extinciones masivas, la escasez inducida por los conflictos, nada, al parecer, puede derrotarnos. Seguimos comprando y vendiendo como si no hubiera mañana. Ante esta inquietante conexión entre un futuro truncado y nuestros hábitos de consumo, ¿cómo es que nuestro “cómo” de la vida no haya tocado a nuestro “por qué”? O a la inversa, ¿por qué nuestros “porqués vivir” ha creado un “cómo” tan nocivo?

Estas preguntas nos sumergen en los valores contemporáneos. Hablamos como jesuitas de opciones preferenciales, de relaciones justas, de justicia social y ecológica como elementos constitutivos de nuestra fe, pero la mayoría de nuestros valores funcionales, los valores que guían nuestras decisiones y acciones cotidianas, siguen siendo profundamente consumistas. Así lo más conveniente, la velocidad, evitar el esfuerzo físico, o la fidelidad tácita a una noción materialista del progreso son esos clandestinos, incuestionables, “porqués” que nos revisten con el extraordinario (en todos los sentidos de la palabra) poder de soportar las dificultades emocionales, espirituales, sociales y morales de una cultura literalmente anti-biótica, es decir, contra la vida. Sin duda, que nuestras almas y conciencias sufren mucho, tal vez inconscientemente, por las desigualdades, las opresiones, y la destrucción que nuestros estilos de vida perpetúan pero nos las arreglamos para sobrevivir a este trauma aferrándonos, cada vez más celosamente, a nuestros cuestionables sistemas de valores.

En consecuencia, nos enfrentamos a un “desafío de consumismo” de inmensa magnitud. Se requiere mucho más que el cambio de diesel a bio-combustible. Tenemos que desmontar todo el motor para revisar y remplazar las juntas y los pistones desgastados que nos hacen quemar diesel, entre otros combustibles.

Hasta aquí, hemos considerado nuestro reto consumista desde el lado de los “cómos”. No nos hemos preocupado de que nuestras motivaciones y esperanzas de éxito se disipen como el humo. Nuestro inmenso sistema de la industria militar, más globalizado, más arraigado, se siente demasiado grande para caer. Y así lo es, dados nuestros actuales “porqués” para vivir. Porque si lo más cómodo, evitar cualquier esfuerzo físico o el individualismo son nuestros principios rectores, defenderemos, con cualquier medio, los medios que nos lleven hasta allí. Nosotros soportamos el fracaso del consumismo porque, como consumidores, hemos, a priori, perdido nuestra ruta.

Si quisiéramos cambiar nuestros “porqués”, los más profundos de nosotros, los “porqués de vivir” necesitaríamos toda la energía, fe e inteligencia para sobrellevar los “cómos” a los que no estamos acostumbrados. Según San Pablo: “Dios es fiel, y no te dejará ser probado más allá de tus fuerzas, pero con la prueba Él también te concederá el camino para salir de manera que puedas soportarlo” (1Cor 10,13) Si mitigar el cambio climático y reducir las emisiones de carbono, por ejemplo, se convirtiese en un valor operativo nosotros de manera espontánea, e inconscientemente, haríamos de todo para evitar los viajes en avión o usar el automóvil. Esto hoy nos parece algo impracticable, o imposible y lo más probable hasta in-apostólico. Lo cierto es que nuestros “porqués” actuales nos impiden pensar en algo así. Nuestras conciencias tienen hombros atléticos para cargar con el fardo global de la acidificación de los océanos, la muerte de millones por el hambre, la desertificación, la extinción de las especies o de las poblaciones costeras, además de todos los otros males del cambio climático; por eso la idea de ir caminando al trabajo, o no ir a un congreso al extranjero o quedarse en casa en vacaciones, nos parece sencillamente demasiado.

Los miembros de la familia ignaciana, según lo que hemos comentado más arriba, pueden sentirse atrapados en una difícil posición cognitiva. Después de todo, según nuestro Principio y Fundamento, todo nos está permitido siempre que nos sirva para alabar, hacer reverencia y servir a Dios.

Tenemos el magis para conducirnos, y por ello nada es demasiado bueno para el apostolado. Aquí tenemos que actuar con cautela, porque a menudo podemos crecer como jesuitas en la justificación de nuestras acciones y acabamos sirviendo a ídolos en vez de a Dios. En el crepúsculo de la integridad ecológica, Dios viene a nosotros de forma inesperada. Nuestra manera de alabar, reverenciar y servir debidamente al Dios de la vida en un tiempo anti-biótico puede que no se parezca mucho a lo que estábamos acostumbrados. Del énfasis en la salvación individual pasamos al interés en la salvación de la creación, donde todo lo que existe, y no sólo lo humano contingente, está llamado a la salvación en Cristo. Nuestro magis, por lo tanto, puede significar viajar menos en avión, producir menos, menos consumo impulsivo de la vida sobre la tierra y su diversa belleza.

Mostrar creativamente que menos es más, podría ser nuestro magis hoy.

Versión completa en Promotio et Iustitiae nº 105, 2011/1

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